![](https://static.wixstatic.com/media/47ecdd_9ee1de6840044210ad350251ee914d09~mv2.jpg/v1/fill/w_730,h_501,al_c,q_85,enc_avif,quality_auto/47ecdd_9ee1de6840044210ad350251ee914d09~mv2.jpg)
El apego se puede definir como un estado emocional de dependencia a algo, motivado por factores como la inseguridad de la persona. Este “algo” al que nos aferramos, y que no queremos “soltar”, puede ser cualquier cosa, concretándose este apego de muchas formas: el apego a lo material, a las relaciones personales, a la propia vida, a objetivos, hábitos… El abanico es amplio y complejo, tanto como el ser humano, pero hoy os quiero hablar de una modalidad de apego menos famosa; uno que nos pasa desapercibido quizá por la errónea concepción de que es “sano” y “necesario”. Me refiero el apego a los resultados de nuestras acciones.
El ser humano actual tiene una vida enredada: trabajo, estudios, vida social y familiar, aficiones... Todo ello conlleva acciones y relaciones que, inevitablemente, van conformando una serie de productos y consecuencias irreales en nuestra mente. Cuando no se materializan nuestras expectativas, cosa que sucede muy a menudo, nos lastramos con desilusión, frustración, incluso se puede llegar a generar malos sentimientos hacia terceras personas a las que culpamos del desastre. Para evitar que la amarga experiencia se repita, ponemos en marcha una solución que, a veces, es peor que la enfermedad: centramos nuestra atención en la situación, algunas veces de forma enfermiza, para controlar todos los parámetros posibles y asegurarnos de que la cosa salga como nosotros creemos que debe salir. ¿Eso va a asegurar el éxito de la misión? ¿Es correcta esta actitud? Y lo que es más difícil de aceptar, ¿de verdad que eso que creemos que es un buen resultado, en el fondo lo es?
“Si plantaste, espera, confía con paciencia. No arranques la semilla todos los días para ver si ya esta naciendo” Paramahansa Yogananda
Un ejemplo típico. Supongamos que queremos una planta para nuestra casa. Una vez decidida la especie, y por ende la semilla que debemos plantar, empieza todo un periplo. Buscamos un sustrato adecuado, un tiesto que conjunte con la decoración de la casa, abono, información de cual es el mejor momento… Una vez enterrada la semilla, ¿a alguien se le ocurriría sentarse delante para esperar a que salga? Pues eso es lo que hacemos muchas veces con las “semillas” que plantamos en nuestra vida cotidiana. Nos quedamos nosotros ahí, mirando pasmados, proyectando todo tipo de emociones y pensamientos.
“¿Qué pasa? ¿Por qué no sale? Seguro que le falta agua… ¿Lo habré hecho bien?”
Fijamos la vista en la tierra del tiesto esperando que salga algo verde, y es así como nos convertimos en el peor enemigo para nuestras propias expectativas. Fijando nuestros pensamientos conseguimos que, al final, hagamos algo que estropee el proceso. Dicho de otro modo, metes la pata.
Pero no solo las acciones conscientes, las influencias negativas también pueden ser perjudiciales, impidiendo las malas vibraciones que el nuevo ser vivo se desarrolle correctamente. Esto se debe a que las influencias se mueven en forma de energía alrededor de cualquier intención o proyecto. Por tanto, siguiendo este criterio, lo mejor es llenar de buenas vibraciones todo el proceso, mientras este está bajo nuestro control, pero luego debemos dejarlo ir para que se desarrolle plenamente.
Siguiendo con este razonamiento podría parecer que, si plantamos algo y luego nos vamos a tomar un café, el vegetal germinará sin mayor problema. Pues no. Seguramente deberás plantar 3 o 4 semillas para que una emerja sobre la tierra, y no es extraño. Hay una parte de los procesos que escapa a nuestro control; siempre hay una parte que depende de la gracia de Dios. ¿Y de qué depende esa gracia? Pues, resumidamente, de nuestras relaciones con él. Por mucho empeño que pongamos en algo, si no tiene que ser, no será.
Es importante que, no por ello, dejemos de plantar semillas; más bien todo lo contrario. Planta cuantas más mejor, en las mejores condiciones que te sea posible, asumiendo que hay un punto en el que pierdes el control y empieza a trabajar la Vida. Tampoco se trata de cultivar nuestra “irresponsabilidad” ante nuestros actos. Conviene observar los resultados y buscar las conexiones entre actos y consecuencias para no repetir los errores cometidos, mejorando en cada paso dado en la vida. Pero esa observación no puede ser obsesiva; no perdamos la perspectiva y dediquemos el tiempo necesario, siendo constructivo, no destructivo del propio objeto de observación.
Haz algo, enseña, practica, ponte a prueba… pero cuando acabes, a otra cosa. Déjalo ahí que siga su camino. Ya sabes… hazlo lo mejor que sepas y ¡déjalo ir! La vida ya se encargará de sorprenderte. Creo que fue Paramahansa Yogananda quien dijo: “no te apegues a nada, tampoco a los buenos hábitos”.
Comments